Vivimos en una era donde el brillo de las pantallas parece más urgente que el llamado de la conciencia. El individualismo se ha instalado como forma de vida y la apatía social se disfraza de neutralidad. Mientras las problemáticas nacionales se multiplican —desde la inseguridad hasta la precariedad en salud, educación y medio ambiente—, buena parte de la ciudadanía opta por la evasión antes que por el compromiso. Se prefiere el confort del “no me afecta” frente al esfuerzo de involucrarse.
El entretenimiento masivo y la distracción constante han pasado de ser espacios de descanso a convertirse en válvulas de escape. Las redes sociales alimentan una competencia irreal de egos, y el ruido digital silencia los debates importantes. La realidad se vuelve incómoda, y en vez de enfrentarla, muchos se refugian en lo trivial. Esta desconexión emocional y cívica amenaza el tejido colectivo, debilita la democracia y le abre paso a decisiones impuestas sin resistencia ni reflexión.
Como sociedad, no podemos permitir que el confort de la indiferencia nos robe el futuro. Es hora de despertar, de volver a mirar al otro, de recuperar la capacidad de indignarnos con lo injusto y actuar por lo necesario. Solo un pueblo consciente, participativo y solidario podrá construir una nación donde la justicia social, la dignidad humana y el bien común sean más que aspiraciones: sean realidades.
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