Por Ruben Peralta Rigaud

Scott Derrickson regresa al universo que lo consagró con The Black Phone, acompañado nuevamente por su coguionista C. Robert Cargill. Tres años después del sorpresivo éxito del original, Black Phone 2 no solo busca revivir el miedo, sino también explorar las huellas emocionales que deja el horror cuando se disfraza de trauma. Ambientada en 1982, la película traslada la historia a un campamento invernal aislado por la nieve, donde los ecos del pasado y los fantasmas familiares acechan con paciencia glacial.

Finney (Mason Thames) intenta seguir adelante tras haber escapado del asesino en serie conocido como el Greifer (Ethan Hawke). Pero los demonios que sobrevivieron dentro de él son más persistentes que los que enterró. Su hermana Gwen (Madeleine McGraw), dotada de una sensibilidad psíquica que la conecta con los muertos, comienza a tener visiones cada vez más inquietantes: una madre que se comunica desde el más allá, un lago congelado lleno de secretos y un teléfono que vuelve a sonar… desde otra época. En busca de respuestas, los hermanos viajan a un campamento cristiano abandonado, recientemente reabierto por un personaje enigmático interpretado por Demián Bichir. Cuando una tormenta los deja atrapados, la frontera entre la vigilia y la pesadilla se deshace, y el Greifer regresa, esta vez con una máscara de hielo y una presencia aún más perturbadora.

Derrickson transforma lo que podría haber sido un simple slasher en un relato sobre la herencia del dolor. Aquí, el terror no solo habita en los fantasmas, sino en los recuerdos que se niegan a morir. La película adopta un tono melancólico, casi espiritual, donde el trauma se manifiesta como visión y el miedo como herencia. Finney encarna el peso del sobreviviente que nunca logra escapar del todo, mientras Gwen emerge como el corazón del relato: su intuición, su inocencia rota y su fe en la conexión con el más allá convierten cada una de sus pesadillas en una oración fúnebre.

El director aprovecha su propio pasado en campamentos religiosos para construir un escenario que respira autenticidad. El campamento, con sus literas metálicas, pasillos helados y un lago que guarda los cuerpos bajo el hielo, se convierte en una metáfora del inconsciente reprimido. El uso del color es notable: la paleta fría, los tonos azulados y la textura granulada de las secuencias oníricas evocan la estética del Super-8 y los VHS de los 80. Cada sueño es un fragmento de horror doméstico que parece proyectarse desde una cinta maldita.

Sin embargo, no todo es pesadilla sublime. Black Phone 2 dedica demasiado tiempo a explicar lo que ya se intuía. El guion, en su afán de conectar cabos y justificar lo sobrenatural, pierde algo de la tensión opresiva que caracterizaba al primer filme. El Greifer, convertido en espectro, conserva su aura icónica pero no su misterio. Aun así, Ethan Hawke demuestra que incluso desde el más allá puede dominar la pantalla: su presencia, aunque fragmentaria, llena el espacio con una amenaza que se siente más emocional que física.

Hay momentos de auténtico virtuosismo visual, como la secuencia en el lago helado, donde los rostros de los niños muertos emergen bajo el hielo, o el brutal enfrentamiento final sobre la superficie resquebrajada. Derrickson combina el terror clásico con una sensibilidad moderna, alternando entre lo espiritual y lo visceral. Por momentos, el filme parece una reinvención gélida de Nightmare on Elm Street, un slasher que cambia los cuchillos por el frío, y las pesadillas por visiones familiares.

Mason Thames ofrece una actuación contenida, creíble en su mezcla de rabia y vulnerabilidad, mientras Madeleine McGraw brilla con una intensidad casi mística. Demián Bichir, sólido como siempre, aporta humanidad a un entorno dominado por el miedo. La película, aunque irregular en ritmo, logra sostener su atmósfera y encontrar poesía en el horror. El resultado es una historia de culpa, redención y fantasmas que sangran recuerdos más que carne.

Black Phone 2 no alcanza el filo ni la frescura del original, pero lo compensa con ambición visual y una melancolía que se adhiere lentamente a la mente. Es un filme que asusta menos que su predecesor, pero resuena más como elegía. Un descenso hacia la nieve, donde cada llamada perdida parece venir de un tiempo que no logra desconectarse.

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