Hay algo casi sacrílego en la decisión que toma Predator: Badlands: por primera vez en casi cuarenta años de franquicia, la cámara deja de mirar al cazador desde el punto de vista de sus víctimas humanas y se instala, sin pudor, detrás de su casco. El resultado es una película que hace dos cosas a la vez: expande el mito del Predator como pocas entregas antes y, al mismo tiempo, lo domestica. Lo acerca tanto que deja de ser solo una criatura de pesadilla para convertirse en algo todavía más incómodo: un personaje trágico, testarudo, confundido, con un arco dramático que, si se rescatara de su envoltorio de ciencia ficción violenta, podría pertenecer a cualquier western clásico sobre hijos que quieren matar al padre simbólico.
El protagonista es Dek, un joven Yautja al que su propia especie considera un “runt”, un ejemplar pequeño, débil, indigno de su linaje guerrero. Su padre, líder del clan, no solo lo desprecia: directamente ordena que su hermano lo mate para demostrar su valía. La secuencia inicial, con el ritual de violencia fraterna, es brutal en lo literal y muy poco sutil en lo simbólico, pero también deja claras las reglas del universo que Dan Trachtenberg quiere explorar: aquí la compasión es una desventaja, la jerarquía se sostiene sobre el miedo y la identidad se mide exclusivamente en cuerpos cazados.
Herido en el orgullo (y en el ego), Dek hace lo que han hecho tantos héroes y antihéroes antes que él: huye hacia un mito. Decide viajar a Genna, un planeta conocido como “The Death Planet”, para cazar al Kalisk, una criatura descomunal que ha matado a todos los Yautja que se atrevieron a retarla. Si consigue su cabeza y su columna, volverá a casa como el depredador definitivo. Si fracasa, nadie lo llorará. La misión es, a la vez, rito de paso, intento de suicidio y grito desesperado hacia un padre incapaz de amar a un hijo que no encaja en el molde.
En su primera mitad, Predator: Badlands es un relato puro de supervivencia. Un “hombre” solo contra un ecosistema diseñado para devorarlo. Trachtenberg imagina Genna como una pesadilla botánica: plantas que funcionan como minas terrestres orgánicas, enredaderas que estrangulan, insectos explosivos, criaturas híbridas que parecen haber escapado de una sesión de brainstorming entre los diseñadores de Avatar, Mad Max y un videojuego “soulslike”. Uno de los grandes placeres de la película está ahí: en contemplar un mundo nuevo que, por una vez, no se reduce a “bicho grande con dientes afilados”, sino a una red de depredadores, presas y estrategias, como si alguien hubiera decidido filmar un documental de la BBC… pero narrado desde el punto de vista del depredador.
El giro llega cuando Dek encuentra a Thia, una androide humana partida en dos por el Kalisk, que sigue “viva” y se arrastra sobre sus brazos con una mezcla extraña de dignidad y comicidad involuntaria. Thia pertenece a un equipo de androides enviados por la corporación Weyland-Yutani —el viejo nombre maldito del universo Alien— para capturar a la criatura como arma biológica. La misión fue un desastre: la mayoría está muerta, pero hay otra androide gemela, Tessa, que podría seguir activa en algún punto del planeta. Elle Fanning interpreta a ambas, y su trabajo es el corazón inesperado de la película.
Thia habla sin parar, formula preguntas incómodas, filosofa sobre familia, liderazgo, emociones programadas. Dek, diseñado culturalmente para despreciar cualquier signo de vulnerabilidad, la tolera solo porque necesita sus conocimientos para sobrevivir a Genna. La lleva primero colgando del pecho, como un bebé, y luego en la espalda, como si fuese una mochila parlante. Lo que podría haber sido un chiste gastado se convierte en uno de los grandes aciertos del film: Badlands funciona mejor como extraña buddy movie que como epopeya de honor y venganza.
La dinámica entre Dek y Thia permite algo que hasta ahora ningún Predator se había atrevido a intentar: usar a la criatura titular para reflexionar sobre conceptos como “familia”, “programación” o “debilidad”. Thia habla de Tessa como “hermana” porque Dek le ofrece esa palabra; Dek habla de su hermano muerto con una mezcla torpe de orgullo y culpa que desarma sus rígidas certezas. Para un Yautja, empatía y memoria son síntomas de fragilidad. Para Thia —que está programada para sentir, porque la confianza genera información útil— son herramientas de supervivencia. Esa fricción entre códigos (“guerrero”, “androide”, “hija”, “hermano”) funciona mejor en los diálogos tranquilos que en los discursos obvios. La película no siempre confía en el subtexto, pero cuando lo hace, encuentra momentos genuinamente conmovedores.
Otro eje que Trachtenberg explota con inteligencia es el del “alpha”. Thia intenta desmontar la idea, muy del gusto de la cultura Yautja, de que el líder es simplemente el más fuerte, el más violento o el que más cuerpos apila. En uno de los intercambios más claros del guion, explica que el verdadero alfa, en una manada de lobos, es quien mejor protege al resto. Es una lección de zoología aplicada a la ética, y la película la devuelve en clave de acción: cada vez que Dek elige cuidar a alguien —a Thia, al pequeño simio canino Bud que se les une— traiciona el credo de su especie, pero gana algo más valioso: un sentido.
Donde Predator: Badlands brilla con luz propia es en la puesta en escena. Trachtenberg ya había demostrado en Prey que sabe usar el paisaje como personaje. Aquí redobla la apuesta. Genna se siente como un organismo vivo, coherente, que obedece a sus propias reglas. No hay “bosques genéricos de ciencia ficción”, sino ecosistemas específicos: zonas desérticas que recuerdan a Mad Max, barrancos imposibles que podrían haber salido de Shadow of the Colossus, selvas que mezclan belleza y trampa con lógica perversa. Esa obsesión por el detalle da al espectador la sensación de estar de verdad explorando un mundo nuevo, no solo un fondo bonito para peleas.
Las escenas de acción, por su parte, son físicas, brutales, más interesadas en la textura del combate que en la espectacularidad vacía. No se trata solo de ver gadgets clásicos del Predator (redes, lanzas, visión térmica) desplegados con creatividad, sino de entender cómo Dek aprende a usar el entorno: rocas, plantas, animales, incluso los propios restos de tecnología humana. En ese sentido, la película respeta la tradición de la franquicia: el cazador “avanzado” no gana solo por sus juguetes, sino por saber leer la naturaleza mejor que su presa.
Sin embargo, no todo en Badlands funciona tan bien como su diseño de mundo. El arco emocional de Dek es tan predecible que casi se puede narrar de memoria antes de que ocurra: hijo despreciado, viaje suicida, alianza improbable, revelación moral, confrontación con el padre, redefinición de lo que significa ser “fuerte”. Es un esquema que hemos visto decenas de veces en el cine de acción y en el western clásico, solo que aquí va envuelto en biomasa alienígena. La película sugiere un comentario interesante sobre la masculinidad tóxica y la autoexplotación como forma de identidad, pero rara vez se aparta de lo obvio.
Hay también una consecuencia inevitable del cambio de perspectiva: al humanizar tanto al Predator, se diluye parte de su poder mítico. El monstruo que antes encarnaba la pura amenaza ahora se parece, por momentos, a un personaje de Marvel traumatizado en terapia intensiva. No es que eso sea intrínsecamente malo, pero desplaza a la saga de su territorio original —horror de selva, cacería implacable— hacia una zona de antiheroísmo psicológico más convencional. El fan que siga buscando la experiencia primal del primer Predator quizá salga algo desconcertado: hay mucha sangre y mucha violencia, sí, pero también una voluntad insistente de explicar, justificar, psicoanalizar.
Aun con esas reservas, Predator: Badlands es un capítulo valioso en la historia de la franquicia. La conexión explícita con Weyland-Yutani abre puertas a futuros cruces con el universo Alien, el final insinúa una expansión mayor del tablero galáctico y el trabajo de Elle Fanning, desdoblada en dos androides de ética opuesta, merece ser recordado cuando se hable de interpretaciones de género fantástico este año. Trachtenberg confirma que entiende este mundo mejor que nadie: sabe dónde empujar, dónde respetar la liturgia y cómo extraer, de una saga nacida como “musculazos contra monstruo”, algo que se parece peligrosamente a una parábola sobre elegir quién queremos ser cuando nuestro propio código nos condena.
Al final, el mensaje que flota entre explosiones, colmillos y exoesqueletos es simple, casi clásico: a veces lo que más deseas —la aprobación del padre, el trofeo imposible, la gloria de ser el más letal— no vale el precio de convertirte en aquello que te destruyó. Que sea un Predator quien aprenda esa lección, acompañado por una androide rota y un animalito que lo imita como a un padre, es quizá el truco más audaz de la película. Y, de algún modo, el más humano.
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